Poesía y astronomía.

Fray Luis de León y el cielo de Salamanca


Jorge Ortega



Comienzo este artículo evocando dos firmamentos: primero, el oscuro y estrellado que ha cubierto siempre la meseta castellana; y segundo, el que supuestamente trazó el pintor tardomedieval Fernando Gallego en lo que en alguna ocasión fue la bóveda de la antigua biblioteca de la universidad salmantina, y al pie de la cual seguramente anduvo muchas veces trajinando el fraile agustino Luis de León (1527-1591). Dos cielos tiene entonces la ciudad del Tormes y bajo la advocación de ambos es razonable que el catedrático de Sagrada Escritura haya dispensado a las alturas un sitial preponderante como objeto de su visión del mundo, la vida y lo divino. Independientemente de los consabidos tópicos que hacen del espacio sideral una metáfora del paraíso, la creación y el perfeccionamiento, es difícil pensar que el poeta no se hubiera dejado persuadir por determinados elementos poéticos que pertenecen más al contorno de la sensibilidad que al de la cultura. El sentir frayluisino que palpita a la vera de los vastos pastizales galácticos y su tapiz de nebulosas es naturalmente de perplejidad. Si algo nos comparte el egregio humanista de Belmonte hoy municipio de la provincia de Cuenca, España es que la persona que comparece en sus odas encubre a un espectador de las sutiles resonancias emocionales y discursivas que suscita de noche la cúpula estelar. Imbuido de la inaudible cadencia de los volúmenes astrales, el autor de Los nombres de Cristo responde a esa polifonía visual con las armas del asombro del hombre de letras: las palabras, el cálamo, buril de la caligrafía poética. Porque si el término cielo deriva del vocablo latino caelum procedente del griego κο
λοV, tό κολον, que significa hueco, vacío, cavidad—, la expresión caelum denota igualmente, por vecindad semántica con el verbo caelâre —grabar, cincelar, adornar—, el oficio de escultor, coyuntura que encauzó curiosamente al astrónomo Nicolas Louis de Lacaille a instrumentar esa acepción, entrado el siglo XVIII, para bautizar la pálida y casi vaporosa constelación de Caelum, localizada por él mismo en el hemisferio sur, rodeada por las de Columba, Lepus, Eridanus, Horologium, Dorado y Pictor. Al tenor de estas confluencias etimológicas, escribir —empuñar la pluma— y escudriñar el cielo se revelan como una mancuerna de aficiones ya predestinadas a concurrir.

            Varios son los momentos líricos en fray Luis que aluden o mencionan el plano astronómico. Uno de ellos se circunscribe a una de las tres composiciones dedicadas a don Pedro Portocarrero —quien fuera benefactor del poeta, regente de Galicia y rector de la Universidad de Salamanca. Ahí el agustino refiere la «Virtud, hija del cielo» con un elogioso vocativo: «tú en la más alta esfera / con las estrellas mides / al Cid, clara victoria de mil lides», insinuando de esta guisa, por lo demás, el Empíreo, la morada de los bienaventurados, el locus beatorum delineado por Tomás de Aquino en la parte I, cuestión 66, artículo 3 de la Summa Theologica. Son las cuatro primeras estrofas las que nos interesan a efectos del tema:

 

Virtud, hija del cielo,
la más ilustre empresa de la vida;
en el escuro suelo
luz tarde conocida,
senda que guía al bien, poco seguida;

 

tú dende la hoguera
al cielo levantaste al fuerte Alcides,
tú en la más alta esfera
con las estrellas mides
al Cid, clara victoria de mil lides.

 

Por ti el paso desvía
de la profunda noche, y resplandece
muy más que el claro día
de Leda el parto, y crece
el Córdoba a las nubes y florece;

 

y por su senda agora
traspasa luengo espacio con ligero
pie y ala voladora
el gran Portocarrero,
osado de ocupar el bien primero.

 

La disposición elevadora, el gesto centrífugo, están al descubierto justo desde el umbral, lo mismo que la antítesis cielo-suelo y su inherente tejido de oposiciones conceptuales que atravesará el cuerpo argumentativo de la poesía y la prosa literaria de Luis de León. No será el belmonteño el único en trabajar la dicotomía, que constituye un enclave de resistencia de la espiritualidad de un período que en la óptica de Esteban Gutiérrez Díaz-Bernardo «llevará al hombre a poner sus ojos cada vez menos en el cielo y más en el suelo».1 Jorge Manrique, Juan Álvarez Gato y Hernando de Acuña habrán procurado antes que fray Luis esta impronta de estoicismo de las letras españolas prerrenacentistas y renacentistas. Ahora bien, la personificación de la virtud que despliega el texto entraña un paradigma de méritos por poco inalcanzable, de allí que sus dechados involucren figuras mitológicas, legendarias e históricas de probada estatura heroica: Hércules, Castor y Pólux, Rodrigo Díaz de Vivar y el célebre militar Gonzalo Fernández de Córdoba, llamado también el Gran Capitán. Probablemente inspirado en el «Himno a la virtud», de Aristóteles, y legado a la posteridad en el esbozo biográfico del filósofo que hiciera Diógenes Laercio en la tercera centuria de nuestra era, la oda que nos ocupa postula un cielo equiparado con la recompensa del ejercicio radical y sostenido de las más nobles y eficaces potencias humanas. Los nombres devienen, así, estrellas, y las constelaciones un escaparate de la fama de los héroes del imaginario ibérico y occidental.

Otro poema que adquiere idéntico matiz es el consagrado a Francisco de Salinas, invidente, amigo del poeta y profesor de música en la universidad salmantina. La pieza está impregnada de doctrina platónica, a propósito de aquello de que el arte melódico devuelve a la psique la noción de su origen cósmico, fuera de la experiencia terrenal y sus bienes efímeros e ilusorios. En una de las estancias, la cuarta, fray Luis retoma un sintagma del texto anterior, enderezado a Pedro Portocarrero, para aducir que el ánima «Traspasa el aire todo / hasta llegar a la más alta esfera / y oye allí otro modo / de no perecedera / música, que es la fuente y la primera». El criterio en común, «la más alta esfera», es, como se verá, la bisagra que une diferentes composiciones de similar indicio astronómico. Luis de León alude nuevamente al empyreum, que tanto en el pensamiento tomista como en la teoría ptolomaica del universo —definida por su enfoque geocéntrico— instituye la órbita superior, el undécimo cerco, precedida en orden descendente por el primum mobile, que mantiene en rotación el resto de los astros; luego, por el firmamento estrellado que admiramos desde abajo; y, posteriormente, los siete planetas: Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y Luna. De igual forma, como ha indicado la crítica, el Somnium Scipionis se transluce mediante la idea ciceroniana de la notación rítmica surgida de la alineación de los globos celestes tal un sistema de abstracción que posibilita el reencuentro entre Dios y la intuición humana. Otro poema en liras, «A Felipe Ruiz», repite la misma fórmula. En la última estrofa, el hablante establece con rotundidad que «Veré sin movimiento / en la más alta esfera las moradas / del gozo y el contento, / de oro y luz labradas, / de espíritus dichosos habitadas». La imposibilidad de avizorar íntegramente desde la Tierra los misterios del cosmos se ve compensada con la esperanza de ratificarlos al resucitar, en las Llanuras Eliseanas, «la más alta esfera», recompensa de los fieles en el contexto de la fe cristiana. Para Antonio Alatorre «era un hecho que saberlo todo [...] no era cosa de esta vida», por lo que «no deja de ser notable que el fraile quiera volar al cielo, no para hundirse y perderse en la contemplación del Creador, sino para saber los secretos de la naturaleza creada».2

            Hay otros pasajes en distintas odas frayluisinas donde las alturas se exhiben como un espacio trascendido y trascendente. Regresando al poema recién citado, uno de los tres del corpus lírico del agustino dirigidos a Felipe Ruiz —junto con Francisco de Salinas, otro de los integrantes del grupo de amistades de fray Luis— tenemos que en los versos de apertura el yo se pregunta en clave retórica «¿Cuándo será que pueda / libre de esta prisión volar al cielo, / Filipe, y en la rueda, / que huye más del suelo, / contemplar la verdad pura sin duelo?». El poeta apela a la bóveda interestelar como esa coordenada privilegiada, sin parangón alguno, desde la cual el alma, despojada de su constreñida dimensión corporal, puede acceder a sopesar finalmente la certidumbre en su exacta medida. Al componente idealista habría que añadir el de raigambre pitagórica y afirmar, con Gutiérrez Díaz-Bernardo, que «fray Luis plantea en esta oda la visión del sabio que desea huir de la tierra en el anhelo del conocimiento físico y metafísico de la máquina armónica del mundo».3 No obstante, para Antonio Ramajo Caño «fray Luis muestra su ansia de saber, dentro de una tradición intelectual que considera la búsqueda de la verdad como una necesidad esencial del hombre, hasta el punto de que no puede hablarse de vida humana sin esta actividad».4 Las siguientes líneas del texto auspician un inventario de todas las cosas que desde la distancia sideral podrá entender el hombre en lo más hondo: «Quién rige las estrellas / veré, y quién las enciende con hermosas / y eficaces centellas; / por qué están las dos Osas / de bañarse en la mar siempre medrosas». Luis de León —apostilla Ramajo Caño— resarze aquí el mito de Calístome y su hijo Arcas, convertidos en osas y colocados en el cielo por el dios Júpiter, negándoseles remojarse en las aguas del océano por decreto de Juno. De ahí el catasterismo de la Osa Mayor y la Osa Menor, constelaciones señeras del hemisferio norte. En una estancia previa descubrimos, aparte, un vestigio de espesa consistencia astronómica que reseña los signos del zodíaco y el poder de orquestación de la cúpula estelar y de gravitación de los planetas: «Y de allí levantado, / veré los movimientos celestiales, / ansí el arrebatado, / como los naturales; / las causas de los hados, las señales». Como buen erudito, fray Luis glosa las pretensiones especulativas de la ciencia de su tiempo, recurriendo a esa cláusula de la sátira menipea, según Bajtín, de examinar el orbe desde un ángulo extraordinario, acción que remite al periplo de un viaje astral.

            El cielo es un vocablo cíclico en la poesía del catedrático salmantino. Sirve para encuadrar un paisaje, el espectro solar o las implicaciones de la luz natural para nombrar, lo hemos visto, la expansión del ser en función de sus convicciones religiosas. Fray Luis instaura un tajante antagonismo entre los ámbitos terrestre y celeste, en consecuencia con una de las asignaturas distintivas de su ideario poético: la disyuntiva cielo-suelo. Para el agustino, la Tierra constituye una zona de riesgo para la esencia humana, y el cielo la punta de la pirámide del empeño vital, motivo por el cual el ademán que lo representa es de índole ascensional. A este respecto, hay en los poemas de Luis de León una especie de ambulación aérea por la que se insinúa esa tendencia volátil de la lírica frayluisina. En la tercera estrofa de la pieza «Al apartamiento», leemos «sierra que vas al cielo / altísima, y que gozas del sosiego / que no conoce el suelo, / adonde el vulgo ciego / ama el morir, ardiendo en vivo fuego». Las montañas de una cordillera, presuntamente la de Béjar o la de Gredos —quizás avistada por el poeta desde un rincón de La Flecha, finca de retiro campestre de la comunidad agustina— asume el gesto de encumbramiento rumbo de una dimensión libre de peso anímico en la que la interioridad se despoja de cualquier lastre de temporalidad para rozar la diáfana, la cristalina quietud de la ataraxia. Al servirse de esos adjetivos, dicho sea de paso, no podemos sustraernos a recordar el considerado noveno cielo, o cielo «cristalino» o «aqueo», ponderado en el Tratado de cosas de astronomia y cosmographia y philosophia natural del bachiller Juan Pérez de Moya, obra de la que fray Luis tuvo muy probablemente una sensible noticia, pues su impresión data de 1573. Pero ya Santo Tomás —en el artículo 4 de la cuestión 68 de la Summa Theologica— había estipulado la existencia de tres cielos supremos, el segundo de los cuales, ubicado entre el divino Empíreo y el caelum sidereum, era ciertamente el caelum aqueum vel crystallinum. Por lo demás, fray Luis designa igualmente las alturas por uno de sus correlatos: las cimas heladas, los picos de España como primitivas catedrales góticas en posición de zarpar a los mares del firmamento castellano. El suelo, por su parte, queda ligado alegóricamente al inframundo, hoguera de la consumación apurada con la ausencia de levedad.
           
Pero la oda que integra de manera exhaustiva la oferta de referencias y alusiones astronómicas es la titulada «Noche serena», que el autor dedicó a Diego Oloarte, otro de sus amigos cercanos y arcediano en Ledesma, provincia de Salamanca, a partir de 1573. El hispanista galo Adolphe Coster, quien se especializó en Herrera y en Gracián, aventura que la pieza está inseminada por la huella que produjeron en el agustino las Breuissimae in Somnium Scipionis explanationes, de Bartolomé Barrientos, publicadas en 1570. La composición guarda correlaciones con otros poemas de fray Luis —«La vida retirada» y el dirigido a Francisco de Salinas— a partir de los mismas nociones, particularmente la tocante al distanciamiento que establece el poeta respecto del orden secular, ligado con la frivolidad y la ruidosa muchedumbre, masificación del profanum volgus horaciano, el mobile vulgus de Boecio y la indocta turba del Brocense —«multitud descaminada», dirá luego Quevedo— que amenaza disuadir la paz interior del sabio. Estamos frente al mejor acabado ejemplo de la propensión atmosférica de Luis de León. Desde temprano topamos con las voces «cielo», «innumerables luces», «suelo», «noche», mismas que convocan en sí una poética de lo ulterior fundada en la observación sensible —«contemplo», «miro»—, pero que compendian la principal contrariedad del pregón astronómico del agustino: el abismo entre el cielo y el suelo a razón de sus connotaciones metafísicas; la fluctuación entre el fulgor y la opacidad, la conciencia y el «sueño» o el «olvido», por esgrimir los sustantivos que el texto reproduce. Fray Luis retorna a los contrastes que caracterizan los planteamientos radicales de su poesía y que promueven una filosofía del desarraigo y la renuncia mundanos por la que la psique podrá al fin aligerarse de afectos, deseos y preocupaciones, remontando hacia el cielo para fundirse con la máxima entidad divina. No hay que soslayar que el biblista fue a la par de un incansable traductor, un místico en potencia cuya disposición lírica conlleva una sólida y proactiva actitud contemplativa. «Noche serena» reitera la aparente densidad de la experiencia terrenal. Mientras el individuo transcurre inmerso en los afanes de la posesión o de la vida consuetudinaria condimentada por el vaivén de la fortuna, obtura el auténtico sentido de la existencia, la realización espiritual y el seguimiento de los sempiternos cauterios del entendimiento y la conmoción. La pieza resume en dieciséis liras tanto el prisma de los temas horacianos como los rudimentos del pensamiento neoplatónico y la disciplina astronómica del Renacimiento del Quinientos. Apreciemos algunos fragmentos significativos del poema:

 

Cuando contemplo el cielo,

de innumerables luces adornado,

y miro hacia el suelo

de noche rodeado,

en sueño y en olvido sepultado,

 
el amor y la pena
despiertan en mi pecho un ansia ardiente;
despiden larga vena
los ojos hechos fuente,
Oloarte, y digo al fin con voz doliente:        

 

[…]

 

El hombre está entregado

al sueño, de su suerte no cuidando,

y con paso callado

el cielo, vueltas dando,

las horas del vivir le va hurtando.

 

[…]

 


¡Ay, levantad los ojos
a aquesta celestial eterna esfera!,
burlaréis los antojos
de aquesa lisonjera
vida, con cuanto teme y cuanto espera.

¿Es más que un breve punto
el bajo y torpe suelo, comparado
con ese gran trasunto,
do vive mejorado
lo que es, lo que será, lo que ha pasado?

Quien mira el gran concierto
de aquestos resplandores eternales,
su movimiento cierto,
sus pasos desiguales
y en proporción concorde tan iguales;

la luna cómo mueve
la plateada rueda, y va en pos della
la luz do el saber llueve,
y la graciosa estrella
de amor la sigue reluciente y bella;  

y cómo otro camino
prosigue el sanguinoso Marte airado,
y el Júpiter benino,
de bienes mil cercado,
serena el cielo con su rayo amado;  

rodéase en la cumbre
Saturno, padre de los siglos de oro;
tras él la muchedumbre
del reluciente coro
su luz va repartiendo y su tesoro:

¿quién es el que esto mira,
y precia la bajeza de la tierra,
y no gime y suspira
y romper lo que encierra
el alma y destos bienes la destierra?       

 

[…]


¡Oh campos verdaderos!,
¡oh prados con verdad frescos y amenos!,
¡riquísimos mineros!,
¡oh, deleitosos senos!,
¡repuestos valles de mil bienes llenos!       

 

En ningún otro texto de fray Luis se expresa desde el pórtico, con tal resolución, la tentación de aquilatar el cielo nocturno. El epíteto, la condición de nocturnidad, marca el sesgo. La bóveda estrellada pone al descubierto la plenitud de cualidades de la oquedad sideral: la luciérnaga de los astros y la incalculable profundidad del fondo negro como una pantalla hipnótica que, aparte de pasmarnos, nos indujera a cavilar en torno a un posible y alentador más allá y, por ende, acerca del dilema entre la gravedad corpórea y la excentricidad de nuestro espíritu jalonado por la insaciable avidez de trasponer umbrales o columbrar un atisbo de la eterna placidez. Ya Emilio Alarcos Llorach escribió que «Luis de León no fue un simple asceta, pero tampoco un místico como San Juan de la Cruz. Quedó a medio camino entre el suelo y el cielo, para decirlo con los términos antitéticos que él prefería».5 Por ello, hemos recurrido al infinitivo columbrar, es decir, «ver desde lejos algo, sin distinguirlo bien», de acuerdo con el DRAE. Aunque fray Luis realiza en su poema un gradual trayecto cósmico, es preciso apuntar que su observatorio está fincado en la Tierra y que su visión del espacio sidéreo no es sino el anhelo y la añoranza de un espacio idealizado, un maravilloso lugar arquetípico nutrido con la desglosada noción del cielo documentada en la astronomía del momento y la literatura religiosa. La oda es igualmente una advertencia sobre el tempus fugit visto como ladrón del tiempo diacrónico: «las horas del vivir le va hurtando». El verso da voz a la cuenta regresiva que sigilosamente nos suministra la muerte. Asimismo, el texto confiere al conformismo anímico y el confort práctico una implicación onírica que contraviene el mandato de espabilamiento y vigilia que debe primar en cualquier iniciativa de fusión mística. Las últimas estancias suponen el calado de la visión estelar que permite atisbar la escala de los astros que conducen al cielo supremo precedido por Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno, vinculados a sus correspondientes facultades mitológicas, todo un «demorado desfile astral»6, en palabras de Alarcos Llorach, quien destacó la afinidad del poema con el «modelo ciceroniano del Somnium Scipionis», aunque «Luis de León adoptó el orden inverso (la enumeración de Escipión comienza por el planeta extremo de los conocidos, Saturno)».7 Así pues, la mirada de fray Luis bajo el firmamento salmantino tachonado de luceros fijos es una ficción poética que es paralelamente una creencia, un ensamble de convicciones de carácter visceral, especulativo, intelectual y devoto.
Como se aprecia en el fervor con que el poeta describe e incita la alineación de los astros, la atracción que el fraile agustino reserva y profesa hacia la planicie estelar se antoja indiscutiblemente genuina, resultado de la emoción no detonada enteramente por el conocimiento adquirido en los libros y la deducción científica, o bien, por el talante retórico que María Rosa Lida empató con el «dibujo rítmico» o «diseño sintáctico» de un aliento inventivo sustentado en el efecto psicológico o el sensitivo de una táctica formal.8 Fray Luis posee ante todo una sólida sensibilidad lírica y, al asomarse hacia arriba o ceder al magnetismo del universo sideral, impuso a las dotes intelectivas una imaginación sutilmente asaltada por accesos de éxtasis. No en vano el genio musical —«Quien mira el gran concierto / de aquestos resplandores eternales, / su movimiento cierto, / sus pasos desiguales / y en proporción concorde tan iguales»— vuelve a concurrir en la percepción del cosmos, lo mismo que en la oda dedicada a Francisco de Salinas, como si los latidos de un entusiasmo engendrado en la pupila propagase a la vez un compás reflexivo que afectara el inventario poético del sistema planetario o de las once esferas que le otorgan cohesión. En este sentido, dilucidando las querencias del poeta nativo de Belmonte, Francisco Rico anotó que «saber es recordar, remontarse al origen; y cuando ese ejercicio intelectual lo suscita el son divino de una música, es particularmente hacedero que el alma rememore su principio también divino».9 La alternancia en el poema de los tonos afirmativo e interrogativo nos informa sobre la vacilación interna del sujeto, oscilante entre la efusión de la certeza y el conato de la duda, presto a consignar la curiosidad y el instinto de auscultación cognitiva, rasgos del humanista que embona con la personalidad de nuestro autor; sin embargo, la última estrofa de la cita se acompaña de signos de admiración. La voz poética intenta conciliar los planos terrestre y celeste, apelando a la dignidad de la naturaleza en estado puro que envía calladamente mensajes a los fueros más alertas y avezados. La diégesis del texto se contrae y repliega a su punto de partida: jardín, huerta, campo agreste, celda ventilada por la que ingresan la suntuosidad plástica y acústica de los elementos primitivos, preámbulo de un futuro edén para el espíritu.

           Finalmente otro poema, la oda titulada «De la vida del cielo», pudiera redondear este paseo por la hegemonía del motivo astronómico en la obra poética del catedrático de Biblia. Se trata de un material de apenas ocho liras y cuarenta versos. El caso de locus amoenus con que remata la pieza comentada en el párrafo anterior emerge otra vez como una opción climática para referir el firmamento en tanto que topos del paraíso. Aunque las alturas son la base espacial del contenido de la composición, el componente astral desaparece y, en aras de la analogía cielo-vergel, la pampa celestial pierde todo sabor etéreo para condensarse revestida con las facciones identitarias de la mismísima Tierra. En sintonía con lo que Oreste Macrì ha designado el «regusto salmístico» de la lírica del agustino, el trasfondo del poema, si no es que su fuente propiciatoria, es el salmo 22 y eventualmente Juan, X; Isaías, XL; y Jeremías, XXIII, latitudes que plantean y reformulan la figura del Buen Pastor, guía de los congregantes y, en la más amplia acepción, de los iniciados o aprendices del culto divino, aquellas almas dispuestas a las bodas místicas. Pese a no ser un iluminado, hay que reconocer que la poesía de fray Luis aporta las necesarias condiciones intuitivas para la floración del ascensus de la experiencia mística. Por algo la luminosidad cobra un valor tutelar y encarna un vértice de energía de la que emana el aura de complacencia sobre la cual gravita ese diorama bucólico que alegoriza la enseña del Pastor bonus que vela por sus adeptos que confían en él, que se abandonan a él conducidos hacia el fin supremo, tal como uno se dejaría hechizar por el pozo oscuro del cosmos. La oda modela, en síntesis, el tipo de existencia apacible y desprendida que espera a las ánimas afortunadas. «Alma región luciente», empieza anunciando el poeta, y continúa con «prado de bienandanza, que ni al hielo / ni con el rayo ardiente / fallece, fértil suelo, / producidor eterno de consuelo». «Pastor» es, por otro lado, el rótulo que comporta un capítulo de la segunda edición de Los nombres de Cristo, fechada en 1585, en el que el autor postula un Cristo proclive al disfrute de «la soledad y el sosiego», en «los campos» y a la deriva del «cielo libre», de manera que estamos ante un recurso de vasos comunicantes entre dos textos que exaltan el emblema del Pastor bonus en un ambiente prodigioso que comulga de la campiña agreste.

               Fray Luis de León fue un solvente traductor de literatura sagrada y profana. Su labor como tal no está reñida con la creación poética. Hay que tener presente que durante el Renacimiento —época que enmarca la línea vital del poeta belmonteño—  la traslación de una lengua a otra fue considerada una empresa de sobrado crédito artístico, toda vez que la emulación constituyó uno de los parámetros de la aptitud creadora de la literatura. En su análisis de la poesía frayluisina, Fernando Lázaro Carreter, acudiendo a la ecuación ideada por Henri Weber para abordar a los exponentes de la Pléyade francesa, hablará de «imitación compuesta», una vía de composición que abreva en la «imagen aristofanesca de la abeja que, libando en múltiples flores, elabora su propia miel».10 Siendo nuestro autor un intelectual sagaz e informado, con gran capacidad de trabajo docente y escritural, no es de extrañar que el prestigio de su obra poética sea un fruto amasado a partes iguales por el genio inventivo o el dominio de lo que el Brocense denominó «los excelentes antiguos», y la espontánea proclividad hacia la conjetura racionalista, no obstante la confesión religiosa y el basamento lírico. La aproximación literaria que fray Luis ejecuta del campo astronómico no está exenta de estos intereses y afecciones. Su percepción del universo se halla compenetrada lo mismo de asombro y exaltación como de teología, ciencia y tradición clásica; dicho de otra manera, las simientes de nuestro poeta doctus no son exclusivamente literarias, sino también científicas y teológicas. Su clasicidad se encontraba alimentada de ese manojo de lecturas reivindicadas por el Humanismo: los modelos griegos y latinos —Homero, Lucrecio, Cicerón, Virgilio, Propercio, Plutarco, Tibulo, Horacio, Séneca, Boecio, Estacio, Ausonio—, englobando en tamaña categoría el bagaje filosófico y la cultura mitológica que en buena medida los sustenta. De ahí que las odas de Luis de León discurran acerca de un cielo, una red estelar y un enjambre planetario a un tiempo reales, teóricos e imaginarios, contaminados tanto de pitagorismo, estoicismo y platonismo como de herencia reciente y modernidad lírica; de ahí que en la faceta poética se distingan trazos, visos y ecos —toda una sinestesia de pautas— en los que convergen las aportaciones de Francesco Petrarca, Pietro Bembo, Angelo Poliziano, Bernardo Tasso y Garcilaso de la Vega, del que adopta, para no ir más lejos, el molde de la lira de cinco versos con rima aBabB que desde entonces llegó al idioma para quedarse.

            Comenzamos este artículo haciendo mención del «cielo de Salamanca», fresco de bóveda atribuido a Fernando Gallego (c. 1440-1507), originario de Galicia, como sugiere el gentilicio de su apellido. En su tratado De Laudibus Hispaniae, impreso en Burgos en 1497, Lucio Marineo Sículo, quien había sido profesor invitado de Retórica y Poesía en la Universidad de Salamanca, declara que en 1493, o en las postrimerías del siglo XV, el mural ya estaba concluido. Efectivamente, las hipótesis apuntan que en 1483 el pintor de estética hispanoflamenca inicia sus trabajos en el studium salmantino. Por otro lado, el influyente médico y geógrafo alemán Hieronymus Münzer ha relatado en su Itinerarum sive peregrinatio per Hispaniam, Franciam et Alemaniam, producto de un viaje por esos países entre 1494 y 1495, haber visitado «el cielo» en su paso por España, concretamente el 4 de enero de 1495, lo que valida la constancia del humanista siciliano. Habrá que aguardar hasta mediados de la pasada centuria para que el historiador Rafael Laínez Alcalá refiera por vez primera la pieza maestra de Fernando Gallego como el «cielo de Salamanca». Se ha manifestado que el artista pudo buscar inspiración en los grabados del incunable Poeticon Astronomicon, de Cayo Julio Higinio, editado en Venecia en 1485, una década previa a la supuesta develación de la cúpula. El fresco de Fernando Gallego lleva una inscripción que reproduce el cuarto versículo del Salmo 8: VIDEBO CELOS TUOS OPERA DIGITORUM TUORUM LUNAM ET STELLAS QUAS TU FUNDASTI, que significa «Al ver tu cielo, hechura de tus dedos, / la luna y las estrellas que pusiste». No deja de parecer afín a esta leyenda el pórtico de la oda «Noche serena» dirigida a Diego Oloarte: «Cuando contemplo el cielo / de innumerables luces adornado, / y miro hacia el suelo / de noche rodeado, / en sueño y en olvido sepultado». El pasaje es casi un intertexto del salmo 22 cribado en el filtro del pincel de Fernando Gallego. El agustino admiró aquella bóveda infinitas veces pero, a la par, como biblista y hebraísta amó y puso en español variados textos sacros. Los poemas astronómicos de Luis de León están animados no solamente por la erudición y la contemplación empírica, sino además por la constante sugestividad del domo universitario que le deparó al catedrático un sublime firmamento plástico. El «cielo de Salamanca» —reliquia del Renacimiento castellano— se puede hoy apreciar en una sala oscura del Patio de las Escuelas Menores. Entra uno a ciegas, pero poco a poco va uno acostumbrándose a la sombra, hasta que lo vemos emerger paulatinamente de la tiniebla como un fenómeno celosamente guardado.
            Dentro y fuera de la vieja librería salmantina, fray Luis de León levanta los ojos, afina la mirada y topa con los cielos de Salamanca que espolearán su reverencia poética hacia el cosmos: la también designada «Bóveda del Zodíaco» de Fernando Gallego, el cielo desnudo y la arcada espacial que vibra sobre la calle silenciosa y desierta o la rosaleda que enmascara los pasionales deslices de Calisto y Melibea, protagonistas de la afamada tragicomedia de Fernando de Rojas —licenciado en leyes de la propia Universidad de Salamanca— cuya editio princeps data de 1499. Los versos de los poemas que hemos hecho concurrir ostentan de un modo u otro el mosto lumínico, la semilla cromática de ambos techos estelares, el verdadero y el otro, intramuros, tampoco menos imponente y evocador que el primero, compuesto por la mano de Dios. El testimonio ocular del cosmógrafo sevillano Pedro de Medina, recogido en su Libro de las grandezas y cosas memorables de España, de 1548, respalda nuestro juicio al subrayar que la cúpula «era de color azul muy fino y en ella están pintadas y labradas de oro las cuarenta y ocho imágenes de la octava esfera, los vientos y casi toda la fábrica y cosas de la astrología».11 Pues bien, en la octava estancia de la ya mencionada oda «Noche serena», el autor se pregunta si «¿Es más que un breve punto / el bajo y torpe suelo, comparado / con ese gran trasunto, / do vive mejorado / lo que es, lo que será, lo que ha pasado?». De esta manera, si para Antonio Ramajo Caño «La bóveda estrellada es trasunto, espejo, reflejo de la morada celestial»,12 el cielo simulado del Estudio General salmantino es un trasunto del firmamento real y la descripción del poema del belmonteño un trasunto del zodíaco de la biblioteca que es a su vez trasunto de la bóveda nocturna que late en las alturas, trasunto de la morada celestial. El círculo se cierra con la analogía de la imagen y de la semejanza como una medida de proporción y un efecto progresivo entre el cielo escrito del fraile agustino, el de la universidad salmantina pergeñado por Fernando Gallego y el sustantivo e insondable que anochece y amanece, que se oscurece e ilumina encima de nosotros y específicamente, en el caso de Luis de León, sobre la dorada meseta castellana. Poesía, arte y realidad quedan así enlazados a merced de la belleza y el misterio de toda gama de cielos, de todas las gamas del cielo.


Notas

 

1. LEÓN, fray Luis de, Poesía original, ed. Esteban Gutiérrez Díaz-Bernardo, Castalia, Madrid, 1995, p. 27.

2. ALATORRE, Antonio, «Lectura del Primero Sueño», en POOT HERRERA, Sara, «Y diversa de mí misma / entre vuestras plumas ando». Homenaje de Sor Juana Inés de la Cruz, El Colegio de México, México, 1993, p. 126.

3. LEÓN, fray Luis de, op. cit. p. 118.

4. LEÓN, fray Luis de, Poesía, ed. Antonio Ramajo Caño, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2006, p. 66.

5. ALARCOS LLORACH, Emilio, El fruto cierto. Estudios sobre las odas de fray Luis de León, Cátedra, Madrid, 2006, p. 149.
6. Íbid, p. 160.

7. Íbid, p. 159.

8. LÁZARO CARRETER, Fernando, «Imitación compuesta y diseño retórico en la oda a Juan de Grial», Anuario de Estudios Filológicos, Universidad de Extremadura, vol. 2, 1979, p. 100.

9. RICO, Francisco, El pequeño mundo del hombre, Castalia, Madrid, 1970, p. 183.

10. LÁZARO CARRETER, Fernando, op. cit. p. 94.

11. NIETO GONZÁLEZ, José Ramón y AZOFRA AGUSTÍ, Eduardo, Inventario artístico de bienes muebles de la Universidad de Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2002, p. 19.

12. LEÓN, fray Luis de, Poesía, ed. Antonio Ramajo Caño, p. 55.