|
|
Poesía y astronomía.
Fray Luis de León y el cielo
de Salamanca |
|
Varios son los momentos líricos en
fray Luis que aluden o mencionan el plano astronómico. Uno de ellos se
circunscribe a una de las tres composiciones dedicadas a don Pedro Portocarrero
—quien fuera benefactor del poeta, regente de Galicia y rector de la
Universidad de Salamanca. Ahí el agustino refiere la «Virtud, hija del cielo» con un elogioso vocativo: «tú en la más alta esfera / con las estrellas
mides / al Cid, clara victoria de mil lides», insinuando de esta guisa, por
lo demás, el Empíreo, la morada de los bienaventurados, el locus beatorum delineado por Tomás de Aquino en la parte I,
cuestión 66, artículo 3 de la Summa Theologica.
Son las cuatro primeras estrofas las que nos interesan a efectos del tema:
Virtud, hija del
cielo,
tú dende la
hoguera
Por ti el paso
desvía
y por su senda
agora
La disposición
elevadora, el gesto centrífugo, están al descubierto justo desde el umbral, lo
mismo que la antítesis cielo-suelo y su inherente tejido de oposiciones
conceptuales que atravesará el cuerpo argumentativo de la poesía y la prosa
literaria de Luis de León. No será el belmonteño el único en trabajar la
dicotomía, que constituye un enclave de resistencia de la espiritualidad de un
período que en la óptica de Esteban Gutiérrez Díaz-Bernardo «llevará al hombre a poner sus ojos cada vez
menos en el cielo y más en el suelo».1 Jorge Manrique, Juan
Álvarez Gato y Hernando de Acuña habrán procurado antes que fray Luis esta
impronta de estoicismo de las letras españolas prerrenacentistas y
renacentistas. Ahora bien, la personificación de la virtud que despliega el
texto entraña un paradigma de méritos por poco inalcanzable, de allí que sus
dechados involucren figuras mitológicas, legendarias e históricas de probada
estatura heroica: Hércules, Castor y Pólux, Rodrigo Díaz de Vivar y el célebre
militar Gonzalo Fernández de Córdoba, llamado también el Gran Capitán.
Probablemente inspirado en el «Himno a la virtud», de Aristóteles, y legado a
la posteridad en el esbozo biográfico del filósofo que hiciera Diógenes Laercio
en la tercera centuria de nuestra era, la oda que nos ocupa postula un cielo
equiparado con la recompensa del ejercicio radical y sostenido de las más nobles
y eficaces potencias humanas. Los nombres devienen, así, estrellas, y las
constelaciones un escaparate de la fama de los héroes del imaginario ibérico y
occidental.
Otro poema que adquiere idéntico matiz es el consagrado a
Francisco de Salinas, invidente, amigo del poeta y profesor de música en la
universidad salmantina. La pieza está impregnada de doctrina platónica, a
propósito de aquello de que el arte melódico devuelve a la psique la noción de
su origen cósmico, fuera de la experiencia terrenal y sus bienes efímeros e
ilusorios. En una de las estancias, la cuarta, fray Luis retoma un sintagma del
texto anterior, enderezado a Pedro Portocarrero, para aducir que el ánima «Traspasa el aire todo / hasta llegar a la
más alta esfera / y oye allí otro modo / de no perecedera / música, que es la
fuente y la primera». El criterio en común, «la más alta esfera», es, como se verá, la bisagra que une
diferentes composiciones de similar indicio astronómico. Luis de León alude
nuevamente al empyreum, que tanto en
el pensamiento tomista como en la teoría ptolomaica del universo —definida por
su enfoque geocéntrico— instituye la órbita superior, el undécimo cerco,
precedida en orden descendente por el primum
mobile, que mantiene en rotación el resto de los astros; luego, por el
firmamento estrellado que admiramos desde abajo; y, posteriormente, los siete
planetas: Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y Luna. De igual forma,
como ha indicado la crítica, el Somnium
Scipionis se transluce mediante la idea ciceroniana de la notación rítmica
surgida de la alineación de los globos celestes tal un sistema de abstracción
que posibilita el reencuentro entre Dios y la intuición humana. Otro poema en
liras, «A Felipe Ruiz», repite la misma fórmula. En la última estrofa, el
hablante establece con rotundidad que «Veré
sin movimiento / en la más alta esfera las moradas / del gozo y el contento, /
de oro y luz labradas, / de espíritus dichosos habitadas». La imposibilidad
de avizorar íntegramente desde la Tierra los misterios del cosmos se ve
compensada con la esperanza de ratificarlos al resucitar, en las Llanuras
Eliseanas, «la más alta esfera»,
recompensa de los fieles en el contexto de la fe cristiana. Para Antonio
Alatorre «era un hecho que saberlo todo
[...] no era cosa de esta vida», por lo que «no deja de ser notable que el fraile quiera volar al cielo, no para
hundirse y perderse en la contemplación del Creador, sino para saber los
secretos de la naturaleza creada».2
Hay otros pasajes en distintas odas
frayluisinas donde las alturas se exhiben como un espacio trascendido y
trascendente. Regresando al poema recién citado, uno de los tres del corpus lírico del agustino dirigidos a
Felipe Ruiz —junto con Francisco de Salinas, otro de los integrantes del grupo
de amistades de fray Luis— tenemos que en los versos de apertura el yo se
pregunta en clave retórica «¿Cuándo será
que pueda / libre de esta prisión volar al cielo, / Filipe, y en la rueda, /
que huye más del suelo, / contemplar la verdad pura sin duelo?». El poeta apela
a la bóveda interestelar como esa coordenada privilegiada, sin parangón alguno,
desde la cual el alma, despojada de su constreñida dimensión corporal, puede
acceder a sopesar finalmente la certidumbre en su exacta medida. Al componente
idealista habría que añadir el de raigambre pitagórica y afirmar, con Gutiérrez
Díaz-Bernardo, que «fray Luis plantea en
esta oda la visión del sabio que desea huir de la tierra en el anhelo del
conocimiento físico y metafísico de la máquina armónica del mundo».3 No obstante, para Antonio Ramajo Caño «fray
Luis muestra su ansia de saber, dentro de una tradición intelectual que
considera la búsqueda de la verdad como una necesidad esencial del hombre,
hasta el punto de que no puede hablarse de vida humana sin esta actividad».4 Las siguientes líneas del texto auspician un inventario de todas las cosas que
desde la distancia sideral podrá entender el hombre en lo más hondo: «Quién rige las estrellas / veré, y quién las
enciende con hermosas / y eficaces centellas; / por qué están las dos Osas / de
bañarse en la mar siempre medrosas». Luis de León —apostilla Ramajo Caño—
resarze aquí el mito de Calístome y su hijo Arcas, convertidos en osas y
colocados en el cielo por el dios Júpiter, negándoseles remojarse en las aguas
del océano por decreto de Juno. De ahí el catasterismo de la Osa Mayor y la Osa
Menor, constelaciones señeras del hemisferio norte. En una estancia previa
descubrimos, aparte, un vestigio de espesa consistencia astronómica que reseña
los signos del zodíaco y el poder de orquestación de la cúpula estelar y de
gravitación de los planetas: «Y de allí
levantado, / veré los movimientos celestiales, / ansí el arrebatado, / como los
naturales; / las causas de los hados, las señales». Como buen erudito, fray
Luis glosa las pretensiones especulativas de la ciencia de su tiempo,
recurriendo a esa cláusula de la sátira menipea, según Bajtín, de examinar el
orbe desde un ángulo extraordinario, acción que remite al periplo de un viaje
astral.
El cielo es un vocablo cíclico en la
poesía del catedrático salmantino. Sirve para encuadrar un paisaje, el espectro
solar o las implicaciones de la luz natural para nombrar, lo hemos visto, la
expansión del ser en función de sus convicciones religiosas. Fray Luis instaura
un tajante antagonismo entre los ámbitos terrestre y celeste, en consecuencia
con una de las asignaturas distintivas de su ideario poético: la disyuntiva
cielo-suelo. Para el agustino, la Tierra constituye una zona de riesgo para la
esencia humana, y el cielo la punta de la pirámide del empeño vital, motivo por
el cual el ademán que lo representa es de índole ascensional. A este respecto,
hay en los poemas de Luis de León una especie de ambulación aérea por la que se
insinúa esa tendencia volátil de la lírica frayluisina. En la tercera estrofa
de la pieza «Al apartamiento», leemos
«sierra que vas al cielo / altísima, y
que gozas del sosiego / que no conoce el suelo, / adonde el vulgo ciego / ama
el morir, ardiendo en vivo fuego». Las montañas de una cordillera,
presuntamente la de Béjar o la de Gredos —quizás avistada por el poeta desde un
rincón de La Flecha, finca de retiro campestre de la comunidad agustina— asume
el gesto de encumbramiento rumbo de una dimensión libre de peso anímico en la
que la interioridad se despoja de cualquier lastre de temporalidad para rozar
la diáfana, la cristalina quietud de la ataraxia. Al servirse de esos
adjetivos, dicho sea de paso, no podemos sustraernos a recordar el considerado
noveno cielo, o cielo «cristalino» o «aqueo», ponderado en el Tratado de cosas de astronomia y
cosmographia y philosophia natural del bachiller Juan Pérez de Moya, obra
de la que fray Luis tuvo muy probablemente una sensible noticia, pues su
impresión data de 1573. Pero ya Santo Tomás —en el artículo 4 de la cuestión 68
de la Summa Theologica— había
estipulado la existencia de tres cielos supremos, el segundo de los cuales,
ubicado entre el divino Empíreo y el caelum
sidereum, era ciertamente el caelum
aqueum vel crystallinum. Por lo demás, fray Luis designa igualmente las alturas
por uno de sus correlatos: las cimas heladas, los picos de España como
primitivas catedrales góticas en posición de zarpar a los mares del firmamento
castellano. El suelo, por su parte, queda ligado alegóricamente al inframundo,
hoguera de la consumación apurada con la ausencia de levedad.
Cuando contemplo el cielo,
de innumerables luces adornado,
y miro hacia el suelo
de noche rodeado,
en sueño y en olvido sepultado,
[…]
El hombre está entregado
al sueño, de su suerte no
cuidando,
y con paso callado
el cielo, vueltas dando,
las horas del vivir le va
hurtando.
[…]
[…]
En ningún otro
texto de fray Luis se expresa desde el pórtico, con tal resolución, la
tentación de aquilatar el cielo nocturno. El epíteto, la condición de
nocturnidad, marca el sesgo. La bóveda estrellada pone al descubierto la
plenitud de cualidades de la oquedad sideral: la luciérnaga de los astros y la
incalculable profundidad del fondo negro como una pantalla hipnótica que,
aparte de pasmarnos, nos indujera a cavilar en torno a un posible y alentador
más allá y, por ende, acerca del dilema entre la gravedad corpórea y la
excentricidad de nuestro espíritu jalonado por la insaciable avidez de trasponer
umbrales o columbrar un atisbo de la eterna placidez. Ya Emilio Alarcos Llorach
escribió que «Luis de León no fue un
simple asceta, pero tampoco un místico como San Juan de la Cruz. Quedó a medio
camino entre el suelo y el cielo, para decirlo con los términos antitéticos
que él prefería».5 Por ello, hemos recurrido al infinitivo
columbrar, es decir, «ver desde lejos
algo, sin distinguirlo bien», de acuerdo con el DRAE. Aunque fray Luis realiza en su
poema un gradual trayecto cósmico, es preciso apuntar que su observatorio está
fincado en la Tierra y que su visión del espacio sidéreo no es sino el anhelo y
la añoranza de un espacio idealizado, un maravilloso lugar arquetípico nutrido
con la desglosada noción del cielo documentada en la astronomía del momento y
la literatura religiosa. La oda es igualmente una advertencia sobre el tempus fugit visto como ladrón del
tiempo diacrónico: «las horas del vivir
le va hurtando». El verso da voz a la cuenta regresiva que sigilosamente
nos suministra la muerte. Asimismo, el texto confiere al conformismo anímico y
el confort práctico una implicación onírica que contraviene el mandato de
espabilamiento y vigilia que debe primar en cualquier iniciativa de fusión
mística. Las últimas estancias suponen el calado de la visión estelar que
permite atisbar la escala de los astros que conducen al cielo supremo precedido
por Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno, vinculados a sus correspondientes
facultades mitológicas, todo un «demorado desfile astral»6, en
palabras de Alarcos Llorach, quien destacó la afinidad del poema con el «modelo ciceroniano del Somnium Scipionis»,
aunque «Luis de León adoptó el orden
inverso (la enumeración de Escipión comienza por el planeta extremo de los
conocidos, Saturno)».7 Así pues, la mirada de fray Luis bajo el
firmamento salmantino tachonado de luceros fijos es una ficción poética que es
paralelamente una creencia, un ensamble de convicciones de carácter visceral,
especulativo, intelectual y devoto. Finalmente otro poema, la oda
titulada «De la vida del cielo»,
pudiera redondear este paseo por la hegemonía del motivo astronómico en la obra
poética del catedrático de Biblia. Se trata de un material de apenas ocho liras
y cuarenta versos. El caso de locus
amoenus con que remata la pieza comentada en el párrafo anterior emerge
otra vez como una opción climática para referir el firmamento en tanto que topos del paraíso. Aunque las alturas
son la base espacial del contenido de la composición, el componente astral
desaparece y, en aras de la analogía cielo-vergel, la pampa celestial pierde
todo sabor etéreo para condensarse revestida con las facciones identitarias de
la mismísima Tierra. En sintonía con lo que Oreste Macrì ha designado el «regusto
salmístico» de la lírica del agustino, el trasfondo del poema, si no es que su
fuente propiciatoria, es el salmo 22 y eventualmente Juan, X; Isaías, XL; y Jeremías, XXIII, latitudes que plantean y
reformulan la figura del Buen Pastor, guía de los congregantes y, en la más
amplia acepción, de los iniciados o aprendices del culto divino, aquellas almas
dispuestas a las bodas místicas. Pese a no ser un iluminado, hay que reconocer
que la poesía de fray Luis aporta las necesarias condiciones intuitivas para la
floración del ascensus de la
experiencia mística. Por algo la luminosidad cobra un valor tutelar y encarna
un vértice de energía de la que emana el aura de complacencia sobre la cual
gravita ese diorama bucólico que alegoriza la enseña del Pastor bonus que vela por sus adeptos que confían en él, que se
abandonan a él conducidos hacia el fin supremo, tal como uno se dejaría
hechizar por el pozo oscuro del cosmos. La oda modela, en síntesis, el tipo de
existencia apacible y desprendida que espera a las ánimas afortunadas. «Alma región luciente», empieza
anunciando el poeta, y continúa con «prado
de bienandanza, que ni al hielo / ni con el rayo ardiente / fallece, fértil
suelo, / producidor eterno de consuelo». «Pastor» es, por otro lado, el rótulo que comporta un capítulo de la
segunda edición de Los nombres de Cristo,
fechada en 1585, en el que el autor postula un Cristo proclive al disfrute de «la soledad y el sosiego», en «los campos» y a la deriva del «cielo libre», de manera que estamos ante
un recurso de vasos comunicantes entre dos textos que exaltan el emblema del Pastor bonus en un ambiente prodigioso
que comulga de la campiña agreste.
Fray Luis de León fue un solvente traductor de literatura sagrada y profana. Su labor como tal no está reñida con la creación poética. Hay que tener presente que durante el Renacimiento —época que enmarca la línea vital del poeta belmonteño— la traslación de una lengua a otra fue considerada una empresa de sobrado crédito artístico, toda vez que la emulación constituyó uno de los parámetros de la aptitud creadora de la literatura. En su análisis de la poesía frayluisina, Fernando Lázaro Carreter, acudiendo a la ecuación ideada por Henri Weber para abordar a los exponentes de la Pléyade francesa, hablará de «imitación compuesta», una vía de composición que abreva en la «imagen aristofanesca de la abeja que, libando en múltiples flores, elabora su propia miel».10 Siendo nuestro autor un intelectual sagaz e informado, con gran capacidad de trabajo docente y escritural, no es de extrañar que el prestigio de su obra poética sea un fruto amasado a partes iguales por el genio inventivo o el dominio de lo que el Brocense denominó «los excelentes antiguos», y la espontánea proclividad hacia la conjetura racionalista, no obstante la confesión religiosa y el basamento lírico. La aproximación literaria que fray Luis ejecuta del campo astronómico no está exenta de estos intereses y afecciones. Su percepción del universo se halla compenetrada lo mismo de asombro y exaltación como de teología, ciencia y tradición clásica; dicho de otra manera, las simientes de nuestro poeta doctus no son exclusivamente literarias, sino también científicas y teológicas. Su clasicidad se encontraba alimentada de ese manojo de lecturas reivindicadas por el Humanismo: los modelos griegos y latinos —Homero, Lucrecio, Cicerón, Virgilio, Propercio, Plutarco, Tibulo, Horacio, Séneca, Boecio, Estacio, Ausonio—, englobando en tamaña categoría el bagaje filosófico y la cultura mitológica que en buena medida los sustenta. De ahí que las odas de Luis de León discurran acerca de un cielo, una red estelar y un enjambre planetario a un tiempo reales, teóricos e imaginarios, contaminados tanto de pitagorismo, estoicismo y platonismo como de herencia reciente y modernidad lírica; de ahí que en la faceta poética se distingan trazos, visos y ecos —toda una sinestesia de pautas— en los que convergen las aportaciones de Francesco Petrarca, Pietro Bembo, Angelo Poliziano, Bernardo Tasso y Garcilaso de la Vega, del que adopta, para no ir más lejos, el molde de la lira de cinco versos con rima aBabB que desde entonces llegó al idioma para quedarse. Comenzamos este artículo haciendo
mención del «cielo de Salamanca», fresco de bóveda atribuido a Fernando Gallego
(c. 1440-1507), originario de Galicia, como sugiere el gentilicio de su
apellido. En su tratado De Laudibus
Hispaniae, impreso en Burgos en 1497, Lucio Marineo Sículo, quien había
sido profesor invitado de Retórica y Poesía en la Universidad de Salamanca,
declara que en 1493, o en las postrimerías del siglo XV, el mural ya estaba concluido.
Efectivamente, las hipótesis apuntan que en 1483 el pintor de estética
hispanoflamenca inicia sus trabajos en el studium salmantino. Por otro lado, el influyente médico y geógrafo alemán Hieronymus
Münzer ha relatado en su Itinerarum sive
peregrinatio per Hispaniam, Franciam et Alemaniam, producto de un viaje por
esos países entre 1494 y 1495, haber visitado «el cielo» en su paso por España,
concretamente el 4 de enero de 1495, lo que valida la constancia del humanista
siciliano. Habrá que aguardar hasta mediados de la pasada centuria para que el
historiador Rafael Laínez Alcalá refiera por vez primera la pieza maestra de Fernando
Gallego como el «cielo de Salamanca». Se ha manifestado que el artista pudo
buscar inspiración en los grabados del incunable Poeticon Astronomicon, de Cayo Julio Higinio, editado en Venecia en
1485, una década previa a la supuesta develación de la cúpula. El fresco de
Fernando Gallego lleva una inscripción que reproduce el cuarto versículo del
Salmo 8: VIDEBO CELOS TUOS OPERA DIGITORUM TUORUM LUNAM
ET STELLAS QUAS TU FUNDASTI, que significa «Al ver tu cielo, hechura de tus dedos, / la
luna y las estrellas que pusiste». No deja de parecer afín a esta leyenda
el pórtico de la oda «Noche serena» dirigida a Diego Oloarte: «Cuando contemplo el cielo / de innumerables
luces adornado, / y miro hacia el suelo / de noche rodeado, / en sueño y en
olvido sepultado». El pasaje es casi un intertexto del salmo 22 cribado en
el filtro del pincel de Fernando Gallego. El agustino admiró aquella bóveda
infinitas veces pero, a la par, como biblista y hebraísta amó y puso en español
variados textos sacros. Los poemas astronómicos de Luis de León están animados
no solamente por la erudición y la contemplación empírica, sino además por la
constante sugestividad del domo universitario que le deparó al catedrático un
sublime firmamento plástico. El «cielo de Salamanca» —reliquia del Renacimiento
castellano— se puede hoy apreciar en una sala oscura del Patio de las Escuelas
Menores. Entra uno a ciegas, pero poco a poco va uno acostumbrándose a la
sombra, hasta que lo vemos emerger paulatinamente de la tiniebla como un
fenómeno celosamente guardado.
Notas
1. LEÓN, fray Luis de, Poesía original, ed. Esteban Gutiérrez
Díaz-Bernardo, Castalia, Madrid, 1995, p. 27.
2. ALATORRE, Antonio, «Lectura del Primero Sueño», en POOT HERRERA, Sara, «Y diversa de mí
misma / entre vuestras plumas ando». Homenaje de Sor Juana Inés de la Cruz,
El Colegio de México, México, 1993, p. 126.
3. LEÓN, fray Luis de, op. cit. p. 118.
4. LEÓN, fray Luis de, Poesía, ed. Antonio Ramajo Caño, Galaxia
Gutenberg, Barcelona, 2006, p. 66.
5. ALARCOS LLORACH,
Emilio, El fruto cierto. Estudios sobre
las odas de fray Luis de León, Cátedra, Madrid, 2006, p. 149. 7. Íbid, p. 159.
8. LÁZARO CARRETER,
Fernando, «Imitación compuesta y diseño retórico en la oda a Juan de Grial», Anuario de Estudios Filológicos,
Universidad de Extremadura, vol. 2, 1979, p. 100.
9. RICO,
Francisco, El pequeño mundo del hombre,
Castalia, Madrid, 1970, p. 183.
10.
LÁZARO CARRETER, Fernando, op. cit. p. 94.
11.
NIETO GONZÁLEZ, José Ramón y AZOFRA AGUSTÍ,
Eduardo, Inventario artístico de bienes
muebles de la Universidad de Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca,
2002, p. 19.
12.
LEÓN, fray Luis de, Poesía, ed.
Antonio Ramajo Caño, p. 55.
|